En la imitación creativa. Nunca nada será perfecto y sí, todo perfectible. Aquí pudiéramos aplicar una conclusión dialéctica: “lo que hoy es correcto mañana no lo será”, pero ¿Qué es lo correcto, deseable, valedero?
En la búsqueda eterna de lo correcto o como se le quiera llamar al objetivo de la perfección, está comprometida la capacidad creadora del hombre, desde el paleolítico inferior y mucho más perdido en la noche de los tiempos, desde el instante en que el hombre, frotando el pedernal produjo el fuego y por esa eterna búsqueda de lo mejor, lo conservó y pudo un día en la caverna, hacer el amor a la luz crepitante de la hoguera. Tal vez allí comenzó el largo camino –que nadie sabe cuando concluirá- de la conquista del sol por el hombre. La búsqueda lo condujo a la electricidad, a almacenar esta en la pila de Volta, atraparla en la bombilla eléctrica de Edison o abrir el desconcertante mundo de la telecomunicaciones que arranca con la invención del telégrafo eléctrico en la primera mitad del siglo XIX, continúa con la invención del teléfono en 1876, por Antonio Meucci y adquiere nombre propio en Madrid, el 3 de septiembre de 1932.
Nunca pudo imaginar el homo sapiens que con el tan-tan de su tambor y las señales de humo para comunicarse con sus semejantes a distancia estaba sembrando la semilla de un parto de milenios que parió la radio con la confluencia en un mismo río de las inteligencias del ruso Popov, el croata Tesla, el italiano Marconi y el español Cervera Baviera ¡Que sentido de la trascendencia de la mano impresa en la pared de la cueva, cuando sin pensarlo el hombre comenzó en la más remota profundidad de la prehistoria, la emulación con sus propios dioses! Esa competencia que desplazó a legiones de deidades del mundo pagano y reta al Dios Único de Akenatón y Moisés, torna lo imposible en posible, las utopías en sueños realizables y nos deja sin capacidad de oportuna respuesta a los retos siempre crecientes del desarrollo cuando la era de la velocidad pareciera comenzar a aplastarnos.
Quedó atrás el soviético Yuri Gagarin, primer viajero al espacio exterior, la perrita Laika orbitando la tierra, la computadora Z3, del alemán Zuse, que inauguró una nueva era en 1941; es una avasallante realidad la era de las telecomunicaciones y de la informática, termino acuñado por el francés Dreyfus en 1962 para definir el tratamiento automatizado de la información.
La telefonía inalámbrica, internet, el mundo virtual nos anonada. La llamada aldea global con sus profundas desigualdades entre la opulencia y la miseria, esa policía tecnológica que nos observa a través del satélite, la invasión de ejércitos intangibles que nos moldean el cerebro a través de la imagen; la sociedad del espectáculo que nos “recreó” vía satélite la invasión a Irak y nos vende los lentes de la señora Palín como el souvenir de moda, pone en crisis los valores preestablecidos, nos trastoca y nos empuja a correr desesperadamente para encaramarnos en el tren del presente y sobrevivir en la selva.
A través de los tiempos el hombre ha venido repitiendo, copiando modelos preexistentes, modificándolos, adaptándolos a sus necesidades, al tamaño de sus sueños y de su inconformidad por que el mundo posible no lo construyen los hombres satisfechos.
Los primeros filósofos extrajeron sus conclusiones y teorías de la contemplación y la observación; no diseñaron sus particulares visiones del Universo, del bien y el mal, el ser o el no ser, de una luz maravillosa que les alumbró el pensamiento creador, en un cuarto oscuro aislado de su entorno. Para llegar a la conclusión de que nunca corre la misma agua bajo el puente, tuvo que contemplar el río y el puente y reflexionar sobre ambos. Un pensamiento reflexivo atribuido al filósofo griego Heráclito (500 a.C) da una idea mucho más completa: Nadie se baña en el río dos veces, porque todo cambia en el río y en el que se baña. El poeta indio Rabindranath Tagore (1861-1941) llevó a su prosa la misma idea del cambio: La vida fluye como los ríos y nadie puede bañarse dos veces en la misma agua. La imitación creativa es una herramienta fundamental del hombre para cambiar las cosas, para reinventarse y proyectarse en el tiempo.
De la contemplación y de la observación meticulosa del entorno el hombre descubrió la fuerza de la energía hidráulica; hizo el molino para atrapar el viento y hacer que le suministrara agua del pozo y harina del trigo. Aunque obsoletos, algunos molinos conservados se mantienen todavía en la campiña manchega para decirnos que por allí anduvo Don Quijote, ese portento de la imaginación de Cervantes y de la prodigiosa aventura que fue su propia vida.