Oscar Perdomo Marin
La larga ruta del hombre:
Imitación creativa, observación, poder, trascendencia y barbarie.
“El hombre se topó con el sol y sintió que era bueno. Trató de atraparlo y como no pudo hacerlo, lo adoró. Lo mismo ocurrió con el agua y cuando esta se hizo tempestad le temió. Así, entre temores y gratitudes creo los dioses”
Desde siempre, el hombre es un imitador empedernido. Copia los gestos de su padre y de su madre, los asume como modelos. A medida que va creciendo descubre poco a poco la naturaleza de su entorno, lo observa se sorprende, se llena de preguntas y necesidades; se apropia de lo que puede y por imitación trata de reproducirlo. Cuando lo logra, siente el deseo imperioso de mejorarlo y se transforma en creador. Por eso no es antojadizo afirmar que nada es original, todo es un plagio. Sostener ese criterio sin maquillaje pudiera parecer temerario, pero de temeridad y audacia está escrita buena parte de la historia de la filosofía, la ciencia, la literatura, la plástica, la tecnología y hasta los viajes espaciales. El hombre copia y se copia así mismo. De lo primero, el paisajismo en la pintura es un ejemplo, de lo segundo, su propia imagen en la figura de un Dios. Cuando habitó la caverna copió el entorno, el otro lado de su primitivo albergue pétreo: la caza del jabalí, su lucha por la sobrevivencia, plasmada en las pinturas parietales de las cuevas de Altamira y no conforme con ello dejó su mano impresa sobre la piedra para la posteridad y aún sin saberlo, con esa impronta representada en su huella, estaba diciendo: “Yo existo, yo soy”
Cada civilización tuvo su estatuaria y arquitectura características, desde la arcaica de la antigua Grecia hasta su evolución a la escultura y arquitectura clásicas. Desde el túmulo funerario y el pequeño altar en el desierto egipcio hasta las grandes pirámides, estatuas y templos. En ambas el hombre reflejó sus mitos, su grandeza, pequeñez y miedos, su gran odisea de la creación, su sentido de trascendencia y los rasgos predominantes de su sociedad, que se contraponen con otra u otras. Por un lado la rica libertad expresiva del mundo heleno en la escultura y arquitectura y por el otro, el hieratismo de la estatuaria egipcia y su sentido de la monumentalidad en la representación de la figura del Faraón y en la gigante magnificencia de sus templos y palacios. Basta ver el Partenón de Atenas y el conjunto escultórico y arquitectónico de Abu Simbel, en Egipto para descubrir el contraste entre dos cosmovisiones: el mundo del mar, de Zeus, Apolo, Artemisa, Minerva, Poseidón y decenas de dioses más; de Atenas y Esparta, de la democracia esclavista, la filosofía occidental, la poesía frente al universo del gran río Nilo, de Ra, Osiris, dinastía, misterio, culto a los muertos.
En ambas civilizaciones el hombre observó, imitó y creó, a partir de sus propias necesidades, temores y a veces un particular sentido de la utilidad: como el gato le prestaba un gran servicio contra los roedores que diezmaban sembradíos y graneros, Egipto transformó al pequeño felino en deidad, lo adoró y lo momificó como a sus faraones, sacerdotes, nobles y burócratas.
Adoró al buey Apis, un rumiante de pelaje negro con un triángulo blanco en la frente, doble pelaje en la cola y otras sagradas señales, cuyo descubrimiento era patrimonio de la clase sacerdotal. Raro animal por escaso, el Dios Buey fue objeto de honores y cuidados especiales. A su muerte era embalsamado y enterrado en el Serapeum, un cementerio especial, que el egiptólogo francés Francoise Auguste Ferdinand Mariette (1821-81) descubrió en Menfis sin señales de violación, en 1851.
El buey Apis es la imagen imponente de un toro negro. ¿Qué cualidad vio el hombre del antiguo Egipto en ese animal? Parece obvio que un símbolo de fuerza que le inspiró respeto, pero básicamente en el macho avasallante percibió la imagen del semental sembrador de la simiente reproductora del ganado que es carne y leche tan vitales en la alimentación humana de la mayoría de las culturas de Occidente o influenciadas por este. Luego en la figura del buey, el hombre del Nilo divinizó su necesidad de sobrevivir, su continuidad como género en la tierra. Visto así, Apis fue antes que todo, una proyección humana, de algo que el hombre imita, desea como atributo y lo asume. También incorpora con una mezcla mágica de temor, admiración y adoración, la majestad del león y lo hace piedra en la esfinge, lo lleva al escudo de la realeza, lo coloca de guardián en Micenas, lo estampa en pendones y lo eterniza, también como proyección de si mismo para resaltar cualidades de sus héroes en la prosa épica, en nombres de ciudades y como icono publicitario actual de innumerables marcas de productos.
Todo lo que admira y respeta, lo que teme y desea el hombre lo ha deificado a través de los tiempos: la serpiente, por la astucia que descubre en ella o el águila por su visión precisa, rapidez y reinado absoluto de las alturas. Basta citar el águila imperial de Roma como distintivo en sus legiones o la serpiente emplumada de la cultura maya.
Cada ave hace coro con el resto de su clase. El trinar siempre será el mismo entre los ruiseñores. Los periquitos cara sucia harán el mismo escándalo todos los días y las paraulatas al pasar, cortando la mañana en la montaña. El sonido que emite el mono aullador se identifica en cualquier parte, el rumor del viento o del mar en la costa; el sordo rugir de la cascada, el canto del gallo o el ladrido del perro con su matices, según sea la raza: un pastor alemán o un chihuahua; el gorgoteo de las palomas o el ronroneo de un abejorro.
Es cierto que la voz humana se distingue en cualquier parte sea cual fuere el idioma o el dialecto en que se exprese, pero el hombre es el único animal en la naturaleza que es capaz de imitar todos los sonidos del concierto diverso y anárquico de esta y transformarlos en música.
El homo hábilis u homo rudolfensis –hasta que los paleo antrópologos se pongan de acuerdo- lanzó primero el grito inarticulado como expresión del lenguaje en las profundidades de la prehistoria. Con ese grito se identificó como se identifica el mono aullador para interactuar con su grupo o delatar su presencia, o el gallo cuando canta en la madrugada. Después con sonidos el hombre primitivo identificó los objetos y su lengua produjo el milagro de la diferenciación y de la comunicación con sus semejantes, creó las palabras, que hoy se expresan en seis mil 500 lenguas, para manifestar su pensamiento, deseos y angustias. Pero hay más: parió algo fantástico: la risa y el llanto y esa risa y ese llanto lo llevó a sus manos y desarrolló el tambor y soplando un tubo hueco, quizá un bejuco descubrió un sonido, lo domesticó y creó la flauta. Con ella, el hacedor de milagros homo sapiens capturó el viento y lo hizo lamento humano, quejido y canción. Cuando el indio del Ande toca la quena, de ella sale el sonido de la montaña y el paso fatigado de la alpaca en los escarpados caminos. La nieve, el viento y la soledad secuestrados por el hombre del páramo sale de su flauta, llámese zampoña o quena, cuando corta con melódica melancolía el silencio de las tierras altas. El hombre imita el canto de su entorno y se lo devuelve en armonía y no hay animal en el monte que rechace esa ofrenda. De cierta manera, la música creada por el ser humano cuando arrancó y ordenó los sonidos de la naturaleza, es su matrimonio con ella, es el tributo universal que le rinde, después que la depreda. Por eso es el lenguaje que salta las fronteras, que sojuzga a la Torre de Babel de los idiomas.
La música que nació de la imitación de los sonidos del alba, del viento y el agua, de la tempestad y el silencio que deja oír los grillos en la noche, es un gran invento del hombre que se reinventa todos los días, desde el inmemorial soplo de la caracola hasta el canto de ordeño, desde las letanías de las plañideras en el antiguo Egipto hasta el canto gregoriano, desde el toque del cuerno guerrero a la marcha militar; desde las melodías trasmitidas de padres a hijos antes de la invención de la notación musical en el mundo antiguo, perfeccionada por el monje italiano Guido de Arezzo en el siglo XI, hasta Mozart o Dámaso Pérez Prado.
Igualmente en esa copia permanente de modelos para mejorarlos y evolucionar, el hombre desarrolló la danza arrancada del entorno, de la necesidad de moverse con su cuerpo al compás de los sonidos en la horda y el clan para adorar al sol, a la luna o al agua, a su tótem de piedra y también alegrarse. Basta viajar al pasado en la contemplación de las pinturas rupestres para comprobar que la danza formó parte de la cotidianidad del hombre desde tiempos inmemoriales. El homo sapiens danzó también para agradecer la cosecha o llamar a la lluvia, cuando de nómada se hizo sedentario con la agricultura; hizo de la iniciación de un nuevo ciclo vital, quizá su expresión dancística más importante; bailó además para el combate ¿Acaso no existe parentesco entre la danza del guerrero de la tribu hace milenios y la actual marcha militar a paso redoblante antes de la batalla y después, en la victoria?
A través de milenios la evolución humana acompañó sus expresiones corporales. En sus ritmos al compas del tambor, los instrumentos de cuerda y de viento, el homo sapiens llevó en su caminar que es danza el susurro largo del aire, del salto de la liebre, el tropel tumultuoso de la caballería desbocada a campo traviesa, de los ñu en carrera monorrítmica hacia el rio Congo; el paso lento y monocorde de las caravanas de camellos, surcando los desiertos; la hermosa rigidez de las nieves perpetuas; el torrentoso clamor de los saltos tempestuosos; el espejo de la sal que reta con su brillantez al sol en el mar del trópico; la sensualidad del cocotero, del escobilleo del viento en la estepa y la llanura; el íntimo crujir del frío congelante del páramo y la canción acariciante de la ventisca cuando barre la hierba.