El día gris me transporta a través de una lágrima.
Por su transparencia veo rostros tristes:
hay una gran mueca en la ciudad.
Los payasos están cantando a la esperanza.
Yo me quedo dormido para soñar que cabalgo
como un tsunami que arrastra la decadencia
de este tiempo agónico.
No puedo soportar que trituren la sonrisa.
Me despedazo las manos y los labios,
mientras siguen muriendo a montones en Irak
los niños de la tristeza.
Yo clamo con las voces
que se perdieron sin ser escuchadas.
Por todos los niños de la tierra,
los huérfanos de la tierra;
los ancianos de la tierra,
las mujeres de la tierra,
los hombres de la tierra,
lo que ama el hombre de la tierra.
Llamo a filas a los nuevos heraldos
de la esperanza: los que están y los que se fueron.
Los convoco a fundir los puñales
que no se han clavado sobre el pecho del inocente.
Os digo que amo la vida que se desborda
en la sonrisa de un perro
o el pantalón de cuero de una tortuga en celo.
Quiero las hormigas, las mariposas, las pequeñas arañas,
el pequeño lagarto huidizo sobre las paredes;
trotar sobre la tersura de una hoja seca en otoño,
desparramarme en la cálida leche de las madres
y que ningún pequeño muera de inanición en el planeta.
Escuchen: Por las madres valdría la pena construir
un espacio pequeño como la vía láctea.
Ninguna galaxia es suficiente
Para albergar el amor.
Quiero respirar sin miedo y recuperar la inocencia,
sonreír con las cosas diminutas.
Amo la minucia de una gota de rocío
que me moje los dedos sin pedirme permiso.
Ojalá pudiera levantarme un día
con la certeza de que todo está bien,
que puedo abrir las puertas y salir
y caminar sin esconderme;
tener la posibilidad de volar un papagayo
con los niños de Kabul y Bagdad.
Eso quiero.